lunes, 9 de marzo de 2009

La puerta

Una carcajada cariada finalizó con el golpe seco de un puño cerrado, detrás de la complicidad de los hombres monocromáticos de la barra se podía ver un almanaque incompleto, enmarcado por carteles escritos a mano alzada.

La timidez de una pollera a cuadros metía silencio entre los murmullos toscientos de los viejos, el reloj cucú del bar “Dominguez” exaltaba al borracho de la mesa ocho, que despotricaba en sus sueños contra los milicos.

Las miradas miserables se concentraron en el dobladillo -cocido a mano- del cuadrado de franela que portaba la mujer de tobillos torneados, desde el fondo del bar venia un silbido solitario que rebotó en el marco espeso y metálico de una foto.

Las boinas grises o marrones hacían reverencia a los costados de la muchacha que finalizó su recorrido detrás de una de las puertas de la sala.

Todos miraron curioseando la cara de Dominguez, era difícil concentrarse en la fisonomía de este-ya que sus cachetes regordetes escondían las facciones de su cara-.

El rostro de Dominguez parecía el rostro de cualquier gordo que duerme la siesta -con la cara arrugada y mullida-.Su boca de labios gruesos mencionaban pocas palabras, solía soltar resoplidos o hacia bailar en su jeta el mismo escarbadiente cansado del mediodía.

Nadie pudo sacarle una palabra, mismo si los veteranos se agrupaban contra él intentando conocer informaciones sobre la mujer que entró y jamás salio de detrás de la puerta cerrada con candado.

Es la hermana de Dominguez! dijo un flaco bigotudo que juntaba tinta en sus dedos largos, amasando el diario de la semana pasada, qué hermana ni hermana! dijo un enano -con vientre sobresaliente-que guardaba el ticket de la quiniela en uno de los bolsillos de su pantalón, si Dominguez es hijo único agregó.

La tele sobre el mostrador seguía emitiendo publicidades de cigarrillos, mientras los reflejos en el espejo esmerilado quedaban estáticos, un silencio interminable, doloroso se instaló de golpe.

Dominguez hundía los vasos besados por el viejerio del barrio en una palangana con detergente detrás del mostrador, un perro buscaba a su dueño con su hocico muerto de hambre, las piernas de los hombres esquivaban al bicho siguiéndolo con la mirada.

El perro se echó en los pies de su dueño con un cariño estúpido, inexplicable.

El murmullo desafinado volvió a escucharse en aquella tapera repleta de costra, los azulejos soportaban el humo del genterio, la fritura de las doce y algún que otro pegote de cinta adhesiva olvidada.

En la vereda el viento remolineaba las hojas de los arboles y alguna que otra pelota de papel, los pies calzados con zapatos de media estación arrastraban la mediocridad de la rutina, algunos juntaban colillas de cigarros o caramelos de menta escupidos.

Como todas las mañanas el mismo 125 destino Cerro pasaba perezoso decenas de veces por la puerta del boliche, algunas viejas repartían consejos o chusmerios por los negocios vecinos aumentando la intolerancia del carnicero y el odio desmesurado de la peluquera.

Todo solía repetirse por aquellos días: la bicicleta mal estacionada del cartero, el tacho de basura a tope al costado de la entrada, el felpudo repleto de pelusas, las narices rojizas de los borrachos, el deseo mutilado, el desdén, la incomprensión y la misma milanesa al pan en la vitrina puesta como un adorno no perecedero.

Lo único que rompió con la rutina fue la entrada de aquella misteriosa mujer, nadie miro su cara -algunos apuestan conocer el color de sus cabellos o de sus ojos- pero la verdad es que nadie tuvo tiempo de mirar mas allá de sus tobillos redondeados, blandos, sensuales.

Los lentes del doctor reposaban al costado del cortado frío, los mocasines de don Diego brillaban con una intensidad mentirosa, cruel; Los pies del resto se camuflaban en las baldosas estampadas sin importarle nada, con una dejadez inconfundible.

Dominguez empanaba la carne mirando de reojo la pantalla de la televisión, cuando su mente se despojaba de obligaciones hundía sus manos en el pan rallado condimentado, donándose placer.

Los ojos de un botija que entró a pedir se clavaron en una media luna mordida y abandonada en una de las mesitas del fondo, Dominguez acento con la mirada y el guri corrió contento hacia afuera masticando desesperadamente su maravilloso hallazgo.

Los hombres repetidos del bar intentaban conocer el origen de la muchacha, apostando familiaridades, compromisos amorosos o laborales con Dominguez, pero lo cierto era que ninguno de ellos tenia nada claro.

Por aquellos días, la imaginación colectiva fue acrecentándose en cada nueva conversación, agregándole detalles a la entrada femenina, algunos afirmaban que era alta rubia y de ojos celestes, otros-por lo contrario- decían que era una mujer de estatura mediana, de pelo castaño y de ojos marrones.

Así que a medida que los días iban pasando, las versiones eran cada vez mas ricas, algunos juran haber visto detrás de la camisa traslucida de la muchacha unos enormes pechos carnosos encarcelados por un sostén ajustado que reducía el talle de sus encantos.

Otros hablan de la piel lampiña y suave de sus pantorrillas bien formadas, de un blanco admirado, de una textura lisa y de unas piernas que hacia maravillas al abrirse y cerrarse detrás de la puerta de càrmica.

Todos estaban esperando que ella saliese de aquel espacio censurado, los ojos estaban fijos en la tabla de madera, algunos hacían grandes peripecias para ver hacia el otro lado, pero la cadena del candado estaba tensa y los pocos agujeros delatores bien tapados.

Dominguez servía el aperitivo con la misma naturalidad que hacia dos días atrás, como si la entrada de esa mujer no hubiese transformado nada en su vida, como si fuese un simple fantasma, como si se tratase tan solo de un rumor.

Todos solicitaban la llave del candado mostrando sus billeteras endeudadas, exhibiendo los futuros números ganadores de la lotería detrás de la maquina registradora, pero Dominguez se remitía a devolver el cambio o anotar copas fiadas en su libreta.

Los mas ansiosos ya habían olvidado la presencia de la mujer, pensaban en otra cosa escondiendo sus caras en el abanico de cartas españolas, los eternos curiosos no lograban concentrarse en el juego, seguían concentrados en la silueta inmaculada que entraba a contra luz por la puerta del bar repetidas veces.

Los días pasaban y la mujer había sido canonizada como un oasis en el desierto, como una silueta aparecida, reinventada una y mil veces por un grupo de hombres alcoholizados.

Pero aquella mañana, cuando todos estaban serenos vaciando en silencio las botellas como en un acto meditativo -o quizás siendo conscientes por primera vez de sus propias vidas - la puerta se abrió de manera extraña.

Dominguez abría su boca al mismo tiempo que la puerta se movía hacia adentro, con miedo o con admiración, con bronca o con deseo.

Los viejos que estaban mudos comenzaron a exclamar emociones con sus voces roncas y sus ojos sangrientos dando pasos cortos, entrecortados, dejándose llevar por la magia de aquel espacio secreto -la puerta ahora era la entrada de un eterno túnel, de un inmenso pozo, de un agujero profundo- la puerta ahora era la entrada de una mujer.

Los ojos mojados, las bocas secas, las manos cerradas, el corazón palpitante.

Fueron entrando uno por uno, se los veía nerviosos, titubeantes, melancólicos, encendidos, miedosos, aventureros, cada uno vestía una emoción distinta, pero lo que era real es que en ese momento el silencio era duro, pesado, difícil de matar.

Las sillas del bar quedaron vacías, descansadas, la jugada de carta quedo inmóvil debajo de las sombras del botellerio, Dominguez picaba una cebolla y entreverado entre el hedor del tubérculo y la sorpresa inesperada, comenzó a llorar largo y tendido. Estaba solo, sus clientes seguramente estaban enredados en los placeres de esa extraña mujer, hundidos en ella, machacándola, acribillandola, vistiéndola de besos con golpes y mordiscos.

El perro peludo buscaba a su dueño desorientado entre la soledad de las sillas y las mesas, sus ladridos rompieron el silencio de la sala.

Detrás de la puerta salían los primeros sonidos, eran pasos, correteos, risas, un tumulto de voces gozosas quedaban atrapadas en aquel espacio desconocido.

Los hombres salían uno por uno del buraco con caras satisfechas, con sonrisas recién paridas, con gestos seguros y precisos.

Todos volvieron a sus puestos continuando con la rutina del juego y de las copas, llenando sus vasos con agua ardiente, entrelazándose en abrazos fraternos, dándose palmaditas en los hombros esquivando la mirada de Dominguez.

La puerta se cerró de un solo golpe, el candado apretó las cadenas censurando la escena y el perro tendido sobre los pies de su amo se durmió plácidamente.

Dominguez secó sus lágrimas con una servilleta, escondido detrás del mostrador.

“Aquí no ha pasado nada” dijo el mas veterano de los presentes mordiendo sus labios enviciados, esperando milagrosamente la entrada de otra nueva muchacha.


Cathy Burghi.




2 comentarios:

Juan Carlos Anselmi Elissalde dijo...

Texto muy fresco y natural. Buen manejo de la tensión y del suspenso. Felicitaciones.

é-mail Cathy Burghi dijo...

gracias Juancito!
publicanos un texto tuyo!!!!!!
como vas con las creaciones?
un abrazo!