martes, 23 de junio de 2009

La mujer árbol vive anestesiada

La mujer árbol vive anestesiada



La mujer árbol vive anestesiada
sumergida en un mundo ajeno
de imágenes y símbolos indescifrables
Con el corazón en la boca
las manos tapando los ojos
- que no tiene -
la piel adherida a los huesos
la carne estéril
Con las dudas
convertidas en verdades irrefutables
- esas que duelen y lastiman -
Antes que sobrevenga el dolor
un analgésico para prevenir el mal
minimizar el daño
El placer es el espacio que queda
entre dolor y dolor
placer ínfimo
se convierte en un punto y desaparece
como el sol detrás de la línea del horizonte
Sobrevuela la noche
otro analgésico para dormir tranquila
soñar lo imprescindible
volverse nada mientras duerme
despertarse con la esperanza
de ser alguien o algo distinto
Otro analgésico
se despertó en un día igual anterior
Día de dolor con intervalos de placer
Ni siquiera el placer
que se recuerda con tristeza
o el placer de lo fácil
o el placer de lo inalcanzable
que se puede sentir
Placer artificial
que se paga con el deterioro del propio cuerpo
al que supo complacer
El placer fuera del placer se extingue
como la llama al ser soplada por el mismo viento
que hace temblar las ramas de su existencia



lunes, 6 de abril de 2009

La bola de acero ///

Una bola de acero cayó estrepitosamente en mi memoria causando un ruido infernal.
Me detengo, respiro superficialmente observando la cara de los presentes que perciben la presencia etonante de la bola, sonrio aburrida y con disimulo continuo con mi discurso.
Los tipos que están frente a mi llevan bigotes esponjosos escondiendo sus bocas (no sé si sonríen o bostezan), creo saber lo que piensan cuando me escuchan, pero sobre todo creo percibir lo que sienten mientras me miran, sienten desprecio.
Hay una silla vacía a mis espaldas que me recuerda el cansancio que cargo en mis pies fétidos, no consigo verla, pero la imagino confortable y sobre todo, mía.
Uno de los señores pide la palabra, lo escucho con desinterés, él pestañea cientos de veces a medida que desparrama una montón de palabras sin sentido, nadie parece escucharlo y yo no soy la excepción.
Camino hacia atrás con los ojos detenidos en el buraco baboso del hombre que se mueve en cámara lenta, los ojos de los demás están fijos en las agujas del reloj, mis pies dibujan círculos buscando tocar una de las patas de la silla, finalmente consigo enganchar la punta de mi zapato en una de ellas, y ahi me tiro hacia atràs sin medir distancias ni pesos, cayendo estrepitosamente sobre una bola de acero.
Las miradas me hunden aun mas en la gravedad, pierdo el equilibrio, mis brazos se balancean como alas de pajaros, la bola pasea por mis nalgas, luego por mis homoplatos, me doy vuelta agil y miedosamente como un panqueque en el sartén quedando cara a cara con la bola.
Una risa maliciosa contagia la carcajada al grupo, son diez, veinte, treinta bocas escondidas que rien, no puedo verlos, solo veo mi reflejo en el metal macizo.
El timbre suena vaciando en segundos la sala y las risas se van perdiendo por los pasillos.
Continuo nariz a nariz con la bola, reclamandole su inoportuna presencia, su llegada inesperada, ella quieta, redonda y brillante me mira muda con una vanidad insoportable, digna de una bola de acero.


Cathy Burghi

domingo, 5 de abril de 2009

Burla burlando ya van seis delante

Más allá de los cincuenta años empezamos a morirnos poco a poco en otras muertes. Los grandes magos, los chamanes de la juventud parten sucesivamente. A veces ya no pensábamos tanto en ellos, se habían quedado atrás en la historia; other voices, other rooms nos reclamaban. De alguna manera estaban siempre allí, pero como los cuadros que ya no se miran como al principio, los poemas que sólo perfuman vagamente la memoria.

Entonces —cada cual tendrá sus sombras queridas, sus grandes intercesores— llega el día en que el primero de ellos invade horriblemente los diarios y la radio. Tal vez tardaremos en darnos cuenta de que también nuestra muerte ha empezado ese día; yo sí lo supe la noche en que en mitad de una cena alguien aludió indiferente a una noticia de la televisión, en Milly-la-Forêt acababa de morir Jean Cocteau, un pedazo de mí también caía muerto sobre los manteles, entre las frases convencionales.

Los otros han ido siguiendo, siempre del mismo modo, Louis Armstrong, Pablo Picasso, Stravinski, Duke Ellington, y anoche, mientras yo tosía en un hospital de La Habana, anoche en una voz de amigo que me traía hasta la cama el rumor del mundo de afuera, Charles Chaplin. Saldré de este hospital. Saldré curado, eso es seguro, pero por sexta vez un poco menos vivo.


Julio Cortazar, "Un tal Lucas"

Recomendación literaria ///

Cazador de crépusculos

Si yo fuera cineasta me dedicaría a cazar crepúsculos. Todo lo tengo estudiado menos el capital necesario para la safari, porque un crepúsculo no se deja cazar así nomás, quiero decir que a veces empieza poquita cosa y justo cuando se lo abandona le salen todas las plumas, o inversamente es un despilfarro cromático y de golpe se nos queda como un loro enjabonado, y en los dos casos se supone una cámara con buena película de color, gastos de viaje y pernoctaciones previas, vigilancia del cielo y elección del horizonte más propicio, cosas nada baratas. De todas maneras creo que si fuera cineasta tendría las mismas exigencias que con la palabra, las mujeres o la geopolítica.

No es así y me consuelo imaginando el crepúsculo ya cazado, durmiendo en su larguísima espiral enlatada. Mi plan: no solamente la caza, sino la restitución del crepúsculo a mis semejantes que poco saben de ellos, quiero decir la gente de la ciudad que ve ponerse el sol, si lo ve, detrás del edificio de correos, de los departamentos de enfrente o en un subhorizonte de antenas de televisión y faroles de alumbrado. La película sería muda, o con una banda sonora que registrara solamente los sonidos contemporáneos del crepúsculo filmado, probablemente algún ladrido de perro o zumbidos de moscardones, con suerte una campanita de oveja o un golpe de ola si el crepúsculo fuera marino.

Por experiencia y reloj pulsera sé que un buen crepúsculo no va más allá de veinte minutos entre el clímax y el anticlímax, dos cosas que eliminaría para dejar tan sólo su lento juego interno, su calidoscopio de imperceptibles mutaciones; se tendría así una película de ésas que llaman documentales y que se pasan antes de Brigitte Bardot mientras la gente se va acomodando y mira la pantalla como si todavía estuviera en el ómnibus o en el subte. Mi película tendría una leyenda impresa (acaso una voz off) dentro de estas líneas: "Lo que va a verse es el crepúsculo del 7 de junio de 1976, filmado en X con película M y con cámara fija, sin interrupción durante Z minutos. El público queda informado de que fuera del crepúsculo no sucede absolutamente nada, por lo cual se le aconseja proceder como si estuviera en su casa y hacer lo que se le dé la santa gana; por ejemplo, mirar el crepúsculo, darle la espalda, hablar con los demás, pasearse, etc. Lamentamos no poder sugerirle que fume, cosa siempre tan hermosa a la hora del crepúsculo, pero las condiciones medievales de las salas cinematográficas requieren, como se sabe, la prohibición de este excelente hábito. En cambio no está vedado tomarse un buen trago del frasquito de bolsillo que el distribuidor de la película vende en el foyer".

Imposible predecir el destino de mi película, la gente va al cine para olvidarse de sí misma, y un crepúsculo tiende precisamente a lo contrario, es la hora en que acaso nos vemos un poco más al desnudo, a mí en todo caso me pasa, y es penoso y útil; tal vez que otros también aprovechen, nunca se sabe.


JULIO CORTÁZAR. "Un tal Lucas"

domingo, 29 de marzo de 2009

Quise guardar el atardecer en un lugar seguro…
Y lo bebí
Desde entonces nazco todas las tardes
a la misma hora que el sol se oculta
Y navego por mi cuerpo
a la deriva
Y encuentro una playa que siempre es la misma
en mi recuerdo
Y vuelvo una y mil veces
a soñarlo

lunes, 9 de marzo de 2009

La puerta

Una carcajada cariada finalizó con el golpe seco de un puño cerrado, detrás de la complicidad de los hombres monocromáticos de la barra se podía ver un almanaque incompleto, enmarcado por carteles escritos a mano alzada.

La timidez de una pollera a cuadros metía silencio entre los murmullos toscientos de los viejos, el reloj cucú del bar “Dominguez” exaltaba al borracho de la mesa ocho, que despotricaba en sus sueños contra los milicos.

Las miradas miserables se concentraron en el dobladillo -cocido a mano- del cuadrado de franela que portaba la mujer de tobillos torneados, desde el fondo del bar venia un silbido solitario que rebotó en el marco espeso y metálico de una foto.

Las boinas grises o marrones hacían reverencia a los costados de la muchacha que finalizó su recorrido detrás de una de las puertas de la sala.

Todos miraron curioseando la cara de Dominguez, era difícil concentrarse en la fisonomía de este-ya que sus cachetes regordetes escondían las facciones de su cara-.

El rostro de Dominguez parecía el rostro de cualquier gordo que duerme la siesta -con la cara arrugada y mullida-.Su boca de labios gruesos mencionaban pocas palabras, solía soltar resoplidos o hacia bailar en su jeta el mismo escarbadiente cansado del mediodía.

Nadie pudo sacarle una palabra, mismo si los veteranos se agrupaban contra él intentando conocer informaciones sobre la mujer que entró y jamás salio de detrás de la puerta cerrada con candado.

Es la hermana de Dominguez! dijo un flaco bigotudo que juntaba tinta en sus dedos largos, amasando el diario de la semana pasada, qué hermana ni hermana! dijo un enano -con vientre sobresaliente-que guardaba el ticket de la quiniela en uno de los bolsillos de su pantalón, si Dominguez es hijo único agregó.

La tele sobre el mostrador seguía emitiendo publicidades de cigarrillos, mientras los reflejos en el espejo esmerilado quedaban estáticos, un silencio interminable, doloroso se instaló de golpe.

Dominguez hundía los vasos besados por el viejerio del barrio en una palangana con detergente detrás del mostrador, un perro buscaba a su dueño con su hocico muerto de hambre, las piernas de los hombres esquivaban al bicho siguiéndolo con la mirada.

El perro se echó en los pies de su dueño con un cariño estúpido, inexplicable.

El murmullo desafinado volvió a escucharse en aquella tapera repleta de costra, los azulejos soportaban el humo del genterio, la fritura de las doce y algún que otro pegote de cinta adhesiva olvidada.

En la vereda el viento remolineaba las hojas de los arboles y alguna que otra pelota de papel, los pies calzados con zapatos de media estación arrastraban la mediocridad de la rutina, algunos juntaban colillas de cigarros o caramelos de menta escupidos.

Como todas las mañanas el mismo 125 destino Cerro pasaba perezoso decenas de veces por la puerta del boliche, algunas viejas repartían consejos o chusmerios por los negocios vecinos aumentando la intolerancia del carnicero y el odio desmesurado de la peluquera.

Todo solía repetirse por aquellos días: la bicicleta mal estacionada del cartero, el tacho de basura a tope al costado de la entrada, el felpudo repleto de pelusas, las narices rojizas de los borrachos, el deseo mutilado, el desdén, la incomprensión y la misma milanesa al pan en la vitrina puesta como un adorno no perecedero.

Lo único que rompió con la rutina fue la entrada de aquella misteriosa mujer, nadie miro su cara -algunos apuestan conocer el color de sus cabellos o de sus ojos- pero la verdad es que nadie tuvo tiempo de mirar mas allá de sus tobillos redondeados, blandos, sensuales.

Los lentes del doctor reposaban al costado del cortado frío, los mocasines de don Diego brillaban con una intensidad mentirosa, cruel; Los pies del resto se camuflaban en las baldosas estampadas sin importarle nada, con una dejadez inconfundible.

Dominguez empanaba la carne mirando de reojo la pantalla de la televisión, cuando su mente se despojaba de obligaciones hundía sus manos en el pan rallado condimentado, donándose placer.

Los ojos de un botija que entró a pedir se clavaron en una media luna mordida y abandonada en una de las mesitas del fondo, Dominguez acento con la mirada y el guri corrió contento hacia afuera masticando desesperadamente su maravilloso hallazgo.

Los hombres repetidos del bar intentaban conocer el origen de la muchacha, apostando familiaridades, compromisos amorosos o laborales con Dominguez, pero lo cierto era que ninguno de ellos tenia nada claro.

Por aquellos días, la imaginación colectiva fue acrecentándose en cada nueva conversación, agregándole detalles a la entrada femenina, algunos afirmaban que era alta rubia y de ojos celestes, otros-por lo contrario- decían que era una mujer de estatura mediana, de pelo castaño y de ojos marrones.

Así que a medida que los días iban pasando, las versiones eran cada vez mas ricas, algunos juran haber visto detrás de la camisa traslucida de la muchacha unos enormes pechos carnosos encarcelados por un sostén ajustado que reducía el talle de sus encantos.

Otros hablan de la piel lampiña y suave de sus pantorrillas bien formadas, de un blanco admirado, de una textura lisa y de unas piernas que hacia maravillas al abrirse y cerrarse detrás de la puerta de càrmica.

Todos estaban esperando que ella saliese de aquel espacio censurado, los ojos estaban fijos en la tabla de madera, algunos hacían grandes peripecias para ver hacia el otro lado, pero la cadena del candado estaba tensa y los pocos agujeros delatores bien tapados.

Dominguez servía el aperitivo con la misma naturalidad que hacia dos días atrás, como si la entrada de esa mujer no hubiese transformado nada en su vida, como si fuese un simple fantasma, como si se tratase tan solo de un rumor.

Todos solicitaban la llave del candado mostrando sus billeteras endeudadas, exhibiendo los futuros números ganadores de la lotería detrás de la maquina registradora, pero Dominguez se remitía a devolver el cambio o anotar copas fiadas en su libreta.

Los mas ansiosos ya habían olvidado la presencia de la mujer, pensaban en otra cosa escondiendo sus caras en el abanico de cartas españolas, los eternos curiosos no lograban concentrarse en el juego, seguían concentrados en la silueta inmaculada que entraba a contra luz por la puerta del bar repetidas veces.

Los días pasaban y la mujer había sido canonizada como un oasis en el desierto, como una silueta aparecida, reinventada una y mil veces por un grupo de hombres alcoholizados.

Pero aquella mañana, cuando todos estaban serenos vaciando en silencio las botellas como en un acto meditativo -o quizás siendo conscientes por primera vez de sus propias vidas - la puerta se abrió de manera extraña.

Dominguez abría su boca al mismo tiempo que la puerta se movía hacia adentro, con miedo o con admiración, con bronca o con deseo.

Los viejos que estaban mudos comenzaron a exclamar emociones con sus voces roncas y sus ojos sangrientos dando pasos cortos, entrecortados, dejándose llevar por la magia de aquel espacio secreto -la puerta ahora era la entrada de un eterno túnel, de un inmenso pozo, de un agujero profundo- la puerta ahora era la entrada de una mujer.

Los ojos mojados, las bocas secas, las manos cerradas, el corazón palpitante.

Fueron entrando uno por uno, se los veía nerviosos, titubeantes, melancólicos, encendidos, miedosos, aventureros, cada uno vestía una emoción distinta, pero lo que era real es que en ese momento el silencio era duro, pesado, difícil de matar.

Las sillas del bar quedaron vacías, descansadas, la jugada de carta quedo inmóvil debajo de las sombras del botellerio, Dominguez picaba una cebolla y entreverado entre el hedor del tubérculo y la sorpresa inesperada, comenzó a llorar largo y tendido. Estaba solo, sus clientes seguramente estaban enredados en los placeres de esa extraña mujer, hundidos en ella, machacándola, acribillandola, vistiéndola de besos con golpes y mordiscos.

El perro peludo buscaba a su dueño desorientado entre la soledad de las sillas y las mesas, sus ladridos rompieron el silencio de la sala.

Detrás de la puerta salían los primeros sonidos, eran pasos, correteos, risas, un tumulto de voces gozosas quedaban atrapadas en aquel espacio desconocido.

Los hombres salían uno por uno del buraco con caras satisfechas, con sonrisas recién paridas, con gestos seguros y precisos.

Todos volvieron a sus puestos continuando con la rutina del juego y de las copas, llenando sus vasos con agua ardiente, entrelazándose en abrazos fraternos, dándose palmaditas en los hombros esquivando la mirada de Dominguez.

La puerta se cerró de un solo golpe, el candado apretó las cadenas censurando la escena y el perro tendido sobre los pies de su amo se durmió plácidamente.

Dominguez secó sus lágrimas con una servilleta, escondido detrás del mostrador.

“Aquí no ha pasado nada” dijo el mas veterano de los presentes mordiendo sus labios enviciados, esperando milagrosamente la entrada de otra nueva muchacha.


Cathy Burghi.




lunes, 1 de diciembre de 2008

Montevideo, 24/11/2008.

Son la cinco de la tarde, la cinco en punto de la tarde. Estoy sentada en un silloncito negro en el balcón de mi casa. A mi izquierda una mesa ratona de madera oscura, encima un libro, una tasa que hace las veces de florero, un jazmín y un pote de plástico con helado de chocolate. A mi derecha la baranda del balcón, vidrio y metal, luego la calle. Treinta grados, corre una brisa suave, refrescante, imprescindible para hacer llevadera la jornada. Huelo el jazmín con intensidad y el deseo de que su perfume perdure en algún sitio; huelo el libro tratando de descifrar algún secreto que esté por allí escondido, entre tanto encierro y tantas miradas que supimos perder en sus hojas. En este mismo momento, Cathy estás en Paris y son las ocho de la noche, con chocolate, libro y me pregunto si también habrás elegido alguna flor para que te acompañe. A mí también me acompañan el ruido de los motores de los autos, las bocinas, las frenadas, la sirena de una ambulancia que pasa y los cantos de los pájaros que se cuelan por un cernidor invisible y dejan caer la verdadera sabiduría en mis oídos como una fina arenilla. Gala, mi perra, me acompaña en silencio, respetando el momento. Tomo a Fernando entre mis manos, otra vez lo huelo, siento su calor, su presencia lejana, dejo que el azar haga de las suyas, me dejo llevar por mis dedos. Mi pulgar derecho hace correr las hojas del libro, mi mano izquierda aprieta con fuerza su lomo. Ahí, se detuvo mi dedo como una flecha que pegó en el blanco, ese es el poema que voy a leer. Aún no sé cuál es, siento curiosidad por saberlo. Página 137 y 138, LISBON REVISITED. Me siento un tanto defraudada, me hubiera gustado leer otro, mi poema preferido de Fernando Pessoa es Tabaquería. Pero bueno, tengo que ser consecuente y aceptar las reglas que yo misma me puse. Acaso no eso lo que uno tiene que hacer a diario, cumplir las normas que uno se impone. Leeré este, es mi destino que escrito o no, yo lo elegí. (Yo o alguna parte mía, o alguna parte de alguna parte mía, que soy YO al fin). En voz alta comienzo a leerlo:

No: no quiero nada.Ya os he dicho que no quiero nada.¡No me vengáis con conclusiones!La única conclusión es morir.¡No me traigáis estéticas!¡No me habléis de moral!¡Llevaos de aquí la metafísica!¡No me pregonéis sistemas completos, no me pongáis en fila conquistasde las ciencias (de las ciencias, Dios mío, de las ciencias);de las ciencias, de las artes, de la civilización moderna!¿Qué mal he hecho yo a todos los dioses?Si tienen la verdad, ¡guárdensela!Soy un técnico, pero tengo técnica sólo dentro de la técnica.Aparte de esto, estoy loco, y con todo el derecho a estarlo.Con todo el derecho a estarlo, ¿habéis oído?¡No me incordiéis más, por el amor de Dios!

Al finalizar, experimento una sensación de vacío, soledad, abatimiento. Me sumergí en el texto como quien se adentra en el mar, luché contra una corriente implacable, las aguas estaban frías y revueltas, las olas me cubrían, la espuma apenas me dejaba respirar, pero ahora desde la orilla, todo es tranquilidad. Qué se puede esperar de los demás con esa maniática condición de querer cambiarnos, porque siempre es más fácil querer cambiar a otro que intentar cambiar uno. Introduzco la cuchara en mi boca, como si en el acto de hacerlo me estuviera obligando a dejar de pensar. El chocolate es amargo y las almendras contrastan con su textura, siento el frío del helado que me eriza la piel y a la vez me libera. Quizás sea la combinación perfecta, Pessoa y el chocolate, ese dulzor que nos dejan las cosas amargas, en la boca y en el alma. ¨Pessoa y el helado, ese cálido escalofrío que nos proporciona el equilibrio justo. Me pregunto si vos Cathy estarás saboreando tu chocolate y percibiendo esto mismo, quizás el otoño parisino te haga sentir diferente el sabor del chocolate, o diferentes los versos de Pessoa, quizás aquí en Montevideo todo esté teñido de rosa porque es Primavera. Por cierto, qué poema estarás leyendo, en una de esas te tocó en suerte el que a mí me hubiera gustado leer.
De tanto en tanto huelo el jazmín que me regaló Martín el día de nuestro aniversario (el día que nos conocimos, hace seis años, también me regaló jazmines, pero no se atrevió a entregármelos). Y aquí estoy, con una alegría inmensa, aún luego de leer los versos quizás más tristes, pero que regocijan mi ser, saboreando las últimas cucharadas del helado de chocolate con almendras, oliendo el único jazmín que tengo en mi casa y con la convicción de que allá en París, también Cathy estás saboreando los últimos pedacitos de tu chocolate con una sonrisa dibujada en tu cara.