sábado, 18 de octubre de 2008

HANSELA Y GRETEL

Los padres discutían el porvenir de una de sus hijas, la más chica, la menos dotada y la que nunca se revelaba ante las órdenes de sus mayores…

-Josefina es la indicada. Manuela puede conseguir un buen candidato aquí.

La Josefa es más fea; la mandamos con tía Remedios y le solucionamos

el problema a las dos. Y nosotros recibiremos algo a cambio, que no nos viene

nada mal.

_Sí. Pensándolo bien solucionamos varios inconvenientes de una sola vez. Lo único que nos va a costar es que la niña lo acepte y lo entienda. Aunque no tiene

muchas luces: adornándole la situación, se sentirá dichosa.

<¿Quién es esa tía de la que hablan? ¿A dónde me van a mandar? ¿Qué tiene que ver que sea más fea que Manuela? ¿Por qué?>

No pudo terminar. Cayó de rodillas, aferrada al pestillo y estrujando con la otra mano el delantal, el uniforme que su madre le había atado a la cintura como un arado para estación. “Tenés que aprender las tareas del hogar; tenés que aprender a cocinar; tenés que aprender muchas tretas si querés conseguir marido; a vos no te va a ser fácil conquistar a un hombre; tenés que aprender.” Mudo empezó también a caer su llanto.

Pero ya no podía soportar tanto dolor. Sin fuerzas me arrastré hacia la cama y me prendí de la frazada para poder subir; resbalé, quedé enredada. Las voces de mis padres seguían retumbando en mi cabeza pero las escuchaba lejos, como un eco " es la indicada, es más fea, se sentirá dichosa". Me tapé los oídos con rabia; me tapé la cabeza y comencé a gritar palabras sin sentido para que las voces me dejaran en paz. Y lo logré: a la mañana siguiente mi madre me indicó vestirme para salir y un rato después acercó la valija a un taxi donde subimos las dos. Pocas palabras pronunció en el viaje: me dijo que no perdiera el papelito con la dirección… pero no recuerdo si me besó al pie del avión.

El coche que me había ido a buscar al aeropuerto tenía vidrios oscuros; al llegar a la dirección correcta tuve que bajar la ventanilla porque no podía creer lo que se me anticipaba: nunca había visto una casa tan grande. Alcancé a contar nueve ventanas antes de que el portón principal se abriera solo. El chofer manejaba con una lentitud que a mí me perturbaba. Creo que también sentía, olía, el miedo que me estaba invadiendo desde que había doblado la esquina. Los árboles que delineaban el camino parecían observarnos. Solo el ruido del pedregullo achatado por las llantas se interponía entre mi respiración y la del chofer, arrepentido tal vez de haber aceptado ese trabajo. A medida que nos acercábamos a la puerta se iban encendiendo las luces de la casa, como en una sintonía entrenada para ciertas ocasiones.

Mis ojos se concentraron en la entrada: una mujer de caderas anchas, porte elegante y rostro sereno esperab a mitad de una escalera majestuosa, que me recordó a los cuentos clásicos que lograba escuchar desde mi cuarto cuando mi madre se los relataba a Manuela; pero no me sentí precisamente cenicienta en su carruaje, sino más bien Gretel entrando a la casita de chocolate.

Por dos meses mi vida se condensó en salidas de compras, prácticas de maquillaje y la recreación de escenas de las películas que más le fascinaban a mi tía. De vez en cuando me animaba a preguntarle por qué no me permitía salir a trabajar o a estudiar o por qué no me dejaba ayudar a las empleadas en los quehaceres. Entonces ella me respondía con dulzura: “yo ya estoy vieja; necesito confiar en alguien para que pueda encargarse de mis negocios”. A mi me resultaba cada vez más complicado comprender que me hubiera mandado a buscar para prepararme para la atención de un negocio que sólo exigía estar bonita y halagar a los demás.

Cuando cumplí dieciocho todavía me parecía estar viviendo un sueño. Ese día estrené vestido. Tía me había prometido una sorpresa. Fuimos a un restaurante muy elegante; al ratito, llamó al mozo, le habló al oído y se sonrió mirándome. Yo pensé que había ordenado una torta.

_Cerrá los ojos Jose, me dijo. Ya viene tu regalo.

Dos manos grandes, tibias y nerviosas se apoyaron en mis hombros desnudos; de un salto las espanté y al mismo tiempo me volví sorprendida: un señor bastante mayor, de bastón, lentes y espesos bigotes me miraba extasiado.

_ ¿Me permite la señorita? preguntó, moviendo la silla vacía a mi lado e inclinándose hacia mi. Frunciendo el ceño, miré a mi tía.

_ Querida te presento al señor Evaristo, es el gerente del banco más famoso del país. No seas impertinente, demuestra tus modales- me dijo, en tono imperativo.

_ ¡Buenas noches!

_ Muy buenas, muchachita. ¿Nunca le dijeron que sus ojos encandilan el alma?

Josefina sintió que un fuego la quemaba. Bajó la mirada y siguió cenando sin prisa.

_ Es usted todo un caballero Don Evaristo. Pero no me asuste a la pequeña. Es su

primera cita concertada.

_ ¿Qué? ¿Hiciste todo esto como si fuera un objeto para entregarme a un viejo ridículo?

Se levantó y tiró la silla, que resonó en las miradas de los demás comensales.

Detrás de sus veloces pasos quedaban Remedios y Evaristo, desconcertados y frustrados.

Josefina llegó a su cuarto; hizo las maletas, y antes de traspasar la puerta recordó

las cartas, aún cerradas, que Manuela le había mandado. Tomó el cofre donde las

había olvidado y les dio la oportunidad de acercarse.

Todavía conservaba el poco dinero que sus padres le habían dado antes del viaje.

Ya en el hotel, sola y más tranquila, abrió, una a una, las cartas de su hermana.

¿Cómo pude ser tan caprichosa, tan rencorosa? Después de todo ella no fue la

culpable. ¿Por qué no le avisó a la tía? La hubiera podido ayudar…

No puede ser. Mi tía no pudo ser tan egoísta, tan indiferente. Me lo hubiera dicho si lo supiera. Aunque, después de lo de ésta noche, la creo capaz de todo. Pobre Manu. No estuve ahí cuando más me necesitó; ni siquiera vio una carta de despedida. ¿Cómo pude ser tan boba? Tenían razón mis padres…”

Se dirigió hacia la ventana, se sentó en el borde, colocó allí la petunia que había viajado y cambiado de hogar tantas veces como ella, y conversando, como en tantas otras oportunidades, miraba expectante a su compañera, esperando quizá un milagro.


BILU

Autora: Adriana Fraga.

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